Últimamente tengo el capricho de ir al restaurante Sant Pau de Carme Ruscadella. La primera mujer española en conseguir las tres estrellas de la guía Michelin. Ha abierto recientemente otro homónimo en Tokio, que también ha sido un éxito. (Nota pedante: Tokio reúne 191 estrellas, casi el doble que París) Me pregunto porqué todos los lugares que aparecen en la dichosa guía tienen que ser tan caros y tan minúsculo sus platos. Casi que tienes que ir cenado. Puede que aclare algo que en el Sant Pau hay 32 empleados para un aforo de 35 personas....
No entiendo la relación de los neumáticos con el arte culinario. Como era fácil de imaginar, no acabé allí. Y no porque no me lo merezca, sino que visualizo una bella cartulina ocre de alto gramaje, donde unos estúpidos –pero elevados- números precedidos de unos nombres sugerentes, impronunciabes casi eróticos me disuaden. Y a mi tarjeta la esquilman. Así que el ámbito de mi crítica gastronómica se va a centrar en algo más doméstico.
El viernes comí con Al en un “Fresco”. Es una reinterpretación de un bufet libre pero con pretensiones de comida sana. Ni de broma. El aspecto de lo que allí se expone –quizás por la iluminación- no está del todo mal, pero su sabor...Es manifiestamente mejorable. Tengo la teoría de que en esos sitios echan algo en la comida que después del primer bocado, te deja inapetente. O eso o es que realmente te das cuenta de que no tienes tanta hambre como para ingerir cualquier cosa que te ofrezcan... En definitiva, decepcionante. El público tampoco contribuía a mejorar el ambiente. Local abarrotado, donde las mesas con sus correspondientes sillas no dejaban espacio libre ni conversaciones mínimamente privadas..
El sábado fuimos Son y yo a cenar por ahí. Acabamos en un chino, distante a partes iguales en kilómetros y en cocina del Sant Pau.... Afortunadamente, también en precio. Siguen sorprendiéndome estos sitios: Trato amable, sonrisa dulce, servilletas de tela, castellano dudoso, casi oscilante y comida razonablemente sabrosa. Pedimos arroz con curry, pollo al limón y tallarines cantoneses. Estos últimos eran de un rosa enfermizo, parecían embutido, poco sugerentes. Craso error en el que exclusivamente sólo participé yo. Son tuvo la delicadeza de no cebarse en él. Pedimos palillos, que se negó a utilizar argumentando que tenía hambre y pocas ganas de experimentos. Ni me vi, ni me veo capaz de persuadirle... A mí sí me gusta usarlos, me parece que forma parte de la liturgia de este tipo de cocina. No acabamos con todo. Hemos detectado que forma parte de los usos y costumbres de Son dejarse algo en el plato habitualmente. Los tallarines cantoneses multiplicaban sus sonrisas...
No entiendo la relación de los neumáticos con el arte culinario. Como era fácil de imaginar, no acabé allí. Y no porque no me lo merezca, sino que visualizo una bella cartulina ocre de alto gramaje, donde unos estúpidos –pero elevados- números precedidos de unos nombres sugerentes, impronunciabes casi eróticos me disuaden. Y a mi tarjeta la esquilman. Así que el ámbito de mi crítica gastronómica se va a centrar en algo más doméstico.
El viernes comí con Al en un “Fresco”. Es una reinterpretación de un bufet libre pero con pretensiones de comida sana. Ni de broma. El aspecto de lo que allí se expone –quizás por la iluminación- no está del todo mal, pero su sabor...Es manifiestamente mejorable. Tengo la teoría de que en esos sitios echan algo en la comida que después del primer bocado, te deja inapetente. O eso o es que realmente te das cuenta de que no tienes tanta hambre como para ingerir cualquier cosa que te ofrezcan... En definitiva, decepcionante. El público tampoco contribuía a mejorar el ambiente. Local abarrotado, donde las mesas con sus correspondientes sillas no dejaban espacio libre ni conversaciones mínimamente privadas..
El sábado fuimos Son y yo a cenar por ahí. Acabamos en un chino, distante a partes iguales en kilómetros y en cocina del Sant Pau.... Afortunadamente, también en precio. Siguen sorprendiéndome estos sitios: Trato amable, sonrisa dulce, servilletas de tela, castellano dudoso, casi oscilante y comida razonablemente sabrosa. Pedimos arroz con curry, pollo al limón y tallarines cantoneses. Estos últimos eran de un rosa enfermizo, parecían embutido, poco sugerentes. Craso error en el que exclusivamente sólo participé yo. Son tuvo la delicadeza de no cebarse en él. Pedimos palillos, que se negó a utilizar argumentando que tenía hambre y pocas ganas de experimentos. Ni me vi, ni me veo capaz de persuadirle... A mí sí me gusta usarlos, me parece que forma parte de la liturgia de este tipo de cocina. No acabamos con todo. Hemos detectado que forma parte de los usos y costumbres de Son dejarse algo en el plato habitualmente. Los tallarines cantoneses multiplicaban sus sonrisas...